Consuelo en los
hábitos de masas. El domingo que nos movemos imantadas, pero la niña está viva.
Nosotras que estamos en la postergación. Lo que no hicimos lo que aún no
haremos, las palabras que se envían para compactar un futuro, lo que iremos a
hacer, el calendario. El día que transcurre olvidado. Necesito pararme en la
ventana y ver un poco ese rectángulo a la vista. Pasan las nubes. No cuento
ovejas, cuento nubes durante el día, con algo de suerte. Teléfono, cartera,
agua, zapatillas. Llevamos a la niña al shopping más cercano. Sobre la curva
final de la tarde y la espiral iniciada de la noche. Entonces es una gran
suerte haber cocinado de más y no tener por qué preocuparse. Llegamos y los
juegos están prácticamente vacíos. La niña que está viva elige. Una ocupa el
lugar de sostener las camperas. Yo. Así lo quiero. Yo no juego, yo proveo.
Sostengo. Nublo la vista con algún movimiento de músculos ópticos que aprendí a
temprana edad. Estoy y no estoy. Entregada a las máquinas que sobreimprimen sus
gorjeos. Y los ojos ven luces que dibujan hilos gordos de color rojo, verde y
dorado. Y cada tanto la hija que ríe.
Así nos acunan.
La noche es una
maravilla. Fresca, verdosa y azulina. Una casa abandonada es la suerte de los
animales que amamos. La casa de los gatos. Una cerveza de trigo, un yogur para
la niña. El ruido de la bolsa que pasa de mano en mano. Agarrarse de la mano
para cruzar. Indicaciones amorosas. La noche y las luces económicas me ahorran
el esfuerzo de mi nervio óptico, ahora todo es borroso, leve, fugitivo y
nosotras hemos entrado en ese ritmo y nos alivia.