Las ideas de mi madre
Un mundo seleccionado. Un mundo feliz. Mi madre tenía ciertas ideas sobre el socialismo ruso, que a mis doce años yo escuchaba con atención, como se escucha cualquier otra narración proveniente de un adulto: sin mayor mella que guardarla en la memoria. Quizás en el contexto de algún juego olímpico televisado, de alguna Nadia o cualquier otra chica también de doce o quince años, perfecta, en puntas de pie como un gato albino que no teme ser carcomido por el sol.
En su afán de pensar haber tenido una niña prodigio, una niña con ojos grandes, que merecía un reino sin guantes para lavar los platos; me contaba que en Rusia, el Estado se encargaba de localizar y detectar los talentos naturales de cada individuo. Que si entonces uno era bueno en matemáticas, proveían casa, auto, comida, vestido; para que el matemático sólo piense en matemáticas, para que nada lo perturbe, para que no tenga que pensar la nimiedad absurda de preparar una cena. Todo estaba allí, a su favor para que perdurara su mente en su jugo matemático. Lo mismo si uno era un gran deportista, un gran artista; ya no tenía que estarse en la piel de un obrero, sino, con los ojos metidos para adentro todo el día. El plus: una película como la de Mijaíl Baryshnikov, luego el sueño de mi madre en ella: que debía escapar con su familia, con sus hijas en brazos de un régimen totalitario. Pero no podía salvar a los perros. En ese entonces, un perro salchicha llamado Otto quedaba en manos de la policía secreta rusa.
Para ese momento yo había leído en un manual la historia de Laika, la maldita perra astronauta. ¿Qué clase de niño no se interrogaba moralmente el dilema? ¿Qué clase de maestro lo presenta como un adelanto técnico? Años de discursos infames. Lloré muchas noches pensando cómo los seres humanos se arrogaban el derecho de decidir sobre la vida de los animales. Los animales son santos. Los animales tienen los ojos grandes y perfectos. En otra oportunidad contaré lo que inventaba, como nana para conciliar el sueño, para salvar a la perra de ese viaje.
Ya de adulta, escuché el comentario que si en Cuba eras artista o deportista la pasabas bien. Podías manejar autos, salir del país con viajes costeados por el Estado, comer más raciones por día. Y que los mejores gimnastas eran rusos. Nada sabía de su literatura. Tampoco me acordaba lo que decía mi madre, ni de su sueño, ni de mis primeras angustias franciscanas.
Hace poco un documental sobre una bailarina rusa me dio esta idea: vamos de una ficción periférica hacia una ficción más concentrada, como la forma en que se organizan los átomos, como los planetas al sol y las bestias a la miel.
La anciana contaba su vida como artista rusa: pertenecía a una elite, aristocracia que nada sabía de la palabra TRABAJO ni de la palabra VIOLENCIA (con un poco de esfuerzo, claro, en no saberlo), pero las condiciones estaban dadas: tenían mesas servidas con vinos deliciosos, tenían casas amplias, vestidos, telas hermosas, viajes…
Esta viejecita vino a decirme que mi madre tenía razón. Sólo había olvidado contarme Siberia y los campos. Lo que yo había creído una linda historia para contarle a una hija que permanecía encerrada leyendo el diccionario, era absurdamente real, violenta y patética.
Sin embargo, de esa historia endeble se alimentaron los deseos de saltar. (periferia)
El estatuto de la ficción: su conciencia formal, el estilo de su omisión. (oso en la miel)
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